El límite es definido como “Línea real o imaginaria que separa dos territorios”. Aunque parezca raro, los límites generan libertad, pues al precisar lo prohibido establecen también todo aquello permitido. Son absolutamente necesarios ya que organizan y crean una realidad, generan valores, transmiten maneras de ver la vida y de vivirla. Son paradigmas, anclajes a la realidad que nos proveen cierta estabilidad y, a partir de ello, generan sensación de tranquilidad y bienestar.
El establecimiento de límites consta en la mayoría de los casos– de dos etapas:
1º etapa: la transmisión del límite
Para transmitir límites no basta con verbalizarlos. Los límites necesitan, además, de algunas características clave. Han de ser: predecibles, unánimes, claros, firmes, coherentes, flexibles y aplicados con paciencia.
El límite ha de ser predecible. Es importantísimo establecer rutinas y un orden familiar para que el niño sepa qué pasará si transgrede el límite, y así se acostumbre a hacer sus tareas. Cuando se establecen rutinas el reloj biológico se acostumbra y el niño deja de enojarse a la hora de cumplir con sus deberes. Pero si estamos haciendo desarreglos en su rutina él sentirá un “nuevo comienzo” a cada rato, lo que lo pondrá de mal humor. El niño debe ser un “relojito suizo”, con horarios bien cuidados y precisos para cada actividad: despertar, desayunar, ir a la escuela, almorzar, descansar, merendar, hacer la tarea, jugar…
Para poder poner límites con facilidad y sin costo emocional (sin enojos) es necesario un acuerdo entre todos los educadores, logrando un mensaje unánime. Los adultos (todos los que intervienen en la educación del niño: padres, abuelos, niñera, tío, etc.) deben generar acuerdos en cuanto a los límites y penitencias, es decir, deben decir lo mismo y jamás desautorizarse mutuamente frente al niño. Los niños suelen ser un espejo de la situación familiar, de modo que la unanimidad entre adultos (pareja y demás tutores) es clave para que estén calmos y respeten límites.
Debe haber claridad en el mensaje: los tutores deben ser precisos con lo que piden. El niño no nació sabiendo, de modo que cuando le pedimos que esté tranquilo, tendremos que explicarle qué es estar tranquilo y cómo puede lograrlo. Si le pedimos que estudie, tendremos que especificar horarios, lugar, elementos de estudio y demás. Para que el límite pueda ser claro, los padres, tutores y docentes deben tener ellos las cosas en claro a priori. Por eso es bueno, cada tanto, meditar y sentarse a hablar respecto de creencias, valores, hábitos… En fin, de lo que está bien y lo que está mal, para transmitirlo eficazmente. Cuando existe un acuerdo manifiesto y profunda claridad por parte de los educadores sobre aquello que está permitido y lo que no, esto es transmitido sin problemas al niño, quien lo recibe sin mensajes dobles ni confusos. Pero si en lugar de ello existen dudas, titubeos, desacuerdos constantes o miedo a perder el amor del niño, éste prontamente aprenderá a tomar ventaja de ello (pues los chicos son particularmente sensibles a la hora de detectar dudas o falta de seguridades y certezas por parte de los padres), y así el límite difícilmente llegará a establecerse.
El límite debe ponerse de manera firme: sin gritos ni enojos pero con vehemencia en el tono de voz y con actitud seria. El 93% del mensaje es corporal, y sólo el 7% es simbólico (verbal). Por lo tanto no basta con decir el límite, hay quetransmitirlo. Los padres inseguros les enseñan a sus hijos, sin darse cuenta, que todos los límites son negociables. A diferencia del límite débil que está a punto de ser volteado y sólo requiere de unos pocos empujones e insistencias para que el niño gane, la firmeza enseña que el límite no es negociable. Claridad y firmeza se manifiestan en la vehemencia del tono de voz, en una mirada, un gesto… Esto es más que suficiente, y hace innecesarias las interminables explicaciones persuasivas, el grito e incluso el golpe.
Los padres deben tener una conducta coherente con lo que piden: se trata de ser ellos mismos lo que quieren ver en el niño, pues éste aprende mucho más de lo que ve que de lo que se le dice. Es necesario enseñar con el ejemplo. Los niños son “esponjas conductuales” que absorben todas las conductas: las buenas y las malas.
Además, recordá que la paciencia da tiempo a que se incorporen y respeten progresivamente los límites. En este proceso, a medida que descubren el mundo y sus reglas, los niños necesariamente cometen errores, pues no nacieron sabiendo. La asimilación del límite muy pocas veces se da instantáneamente, por lo cual es muy importante ser pacientes y calmos. Los niños necesitan padres seguros y tranquilos. Muchos, al poner el límite, lo hacen retando al niño de antemano, a los gritos, enojados, como anticipándose a que no van a ser respetados, impartiendo el castigo antes de que el niño transgreda el límite. ¡No! Sé tranquilo y sereno –tanto como firme y seguro– al hablar sobre el límite. Ya veremos qué hacer cuando el niño transgrede.
Por otro lado, los límites deben ser flexibles según el paso del tiempo: no es lo mismo un límite para un niño de 3 años que el que le pondremos a uno de 7, de 10 o de mayor edad. Los límites deben ser modificados a medida que el niño crece y gana autonomía. Pero si los límites carecen por completo de firmeza y son modificados a cada rato, le estarás enseñando al niño que, insistiéndote, todos los límites son negociables y por lo tanto puede hacer lo que le plazca.
Luego de la transmisión del límite, algunos niños necesitan verificar que efectivamente éste existe, y lo harán transgrediéndolo para ver qué sucede. Aunque te parezca raro, para terminar de poner el límite es necesario que el chico lo transgreda y vivencie las consecuencias. Sólo así aprenderá que ahí hay un límite.
2° etapa: transgresión-penitencia
En esta etapa, aunque no siempre lo haga, el niño tiende a trasgredir para verificar que había un límite, y a los tutores corresponde efectivizar las consecuencias mediante la aplicación de la penitencia. Ésta debe ser simplemente una “quita de privilegios”, en general cosas leves, ya que lo que cuenta es su valor simbólico (quedarse sin postre, sin TV, sin juguetes y cosas así) nunca un golpe, grito, insulto, sarcasmo ni demás actitudes hirientes. Además debe guardar relación con la madurez del niño (no aplicar penitencias cuando no pueden comprenderlas).
Por otro lado, quiero dejar bien en claro que sólo habrá transgresión si hubo previamente trasmisión del límite. Si, por ejemplo, nunca le explicaste que no debe sumergir tu teléfono movil en la bañera y el niño lo hace, no podrás ponerlo en penitencia ni retarlo puesto que él no sabía que no debía hacerlo; no transgredió ningún límite, sólo cometió un error.
Como dije, los niños no nacen sabiendo y necesariamente tienen que equivocarse para aprender. Por ello, como adulto es tu responsabilidad anticiparte a posibles accidentes y errores preparando el ambiente, quitando todo lo que pueda ser objeto de una curiosidad voraz. El error es una instancia necesaria en el aprendizaje, y si retamos a los niños cuando se equivocan les generamos un vínculo traumático con el error. De este modo, más tarde en su vida el niño buscará no equivocarse, iniciándose así en el camino de la inacción, puesto que los únicos que no se equivocan son los que no hacen nada. Los que hacemos nos equivocamos. ¡Jamás retes a los chicos por sus errores! Si los retás cuando se equivocan, les estarás enseñando a no aceptarse.
Ahora bien, si ya le explicaste y advertiste las consecuencias de no respetar el límite y él a sabiendas de ello lo transgrede, has de aplicar la penitencia. Como dije, se trata de una quita de privilegios, por ejemplo “Te quedas sin postre”, “Un día sin tv”, “Sin teléfono móvil”, “Sin amigos esta tarde”… La penitencia sana y efectiva también tiene sus características. Veamos.
En primer lugar, ha de ser breve, es decir, que dure poco tiempo. No sirve si desde tu enojo le decís, por ejemplo: “¡Te voy a quitar todos los juegos por una semana entera!”. Todos –y principalmente el niño– sabemos que esto no va a ocurrir. No vas a poder aplicar esa penitencia, entonces tu palabra pierde credibilidad. Para que tanto el niño como el adulto puedan tolerar la penitencia sin levantarla, ésta tiene que ser breve ¡y cumplirse a rajatabla! En general, después de dos días sin que pueda hacer sus actividades de esparcimiento y de estar encima tuyo, quizá vos ya quieras levantar su penitencia, y eso no ayuda. Siempre has de hacer cumplir de principio a fin las penitencias que advertís cuando explicás los límites. Entonces verás que el niño te creerá y obedecerá, y no necesitarás echar mano a perniciosas intervenciones como son el grito, el chirlo o repetir hasta el infinito lo que esperás que haga.
También la penitencia tiene que ser clara, es decir con horarios y lugares específicos. El niño debe saber bien qué ocasionó su penitencia, como así también cuándo comienza y termina y qué implica. La severidad debe guardar relación con la transgresión del chico y no con el estado emocional de los tutores.
La penitencia debe ser explicable. Una penitencia sin explicación de un adulto no tiene sentido, es necesario explicarla, pero hay que evitar que el niño manipule a su favor esta característica. Muchos padres explican las penitencias innumerables veces y quedan enredados en ellas. Cuando el chico pregunta incansablemente “¿Por qué no me dejás jugar? ¡¿Por qué?!” en general no es que no haya entendido; lo que está haciendo es insistir utilizando estrategias racionales. Es una especie de “pulseada” a medida que va investigando cuál es el argumento que descoloca a sus tutores. Sugiero explicarle unas tres veces; más de eso es darle atención al aspecto negativo del niño (la queja). Además, es preciso aclarar que no siempre toda información le es pertinente ni asequible a su entendimiento (situación económica detallada, cuestiones de pareja, sociales, etc.). “No te quedes regando el cactus” es mi consejo.
Por último, la penitencia debe ser firme, es decir, no puede ser removida hasta que se haya cumplido. Este ítem será fácil de cumplir si la penitencia es breve. Si es demasiado larga, quizá en algún momento el adulto flaquee y levante la penitencia.
En medio de la penitencia seguramente aparecerán los “¡Ábrete, Sésamo!”. Son frases pensadas y estudiadas por los chicos para desarmar a los padres. Por ejemplo: “Mamita linda, querida, ya entendí, te juro que no lo hago más… Te amo”. Muchas madres o padres se enternecen con estas frases y dicen “Es un divino, cómo lo voy a castigar”, entonces levantan la penitencia. Estate atento, ¡los chicos son unos genios y algunos aprenden a “manejar” a sus padres muy bien! Otras veces utilizan “ábrete sésamos” negativos: “No te quiero”, “Sos la peor mamá del mundo”, “Me voy a ir de casa”, “Te voy a denunciar al 102 por maltrato”… En casos más extremos utilizan el espasmo sollozo, vómitos auto-inducidos, cabezazos contra la pared… En estos casos excepcionales has de consultar al pediatra para descartar cualquier patología orgánica.
Extracto del libro: DESCUBRIENDO MIS EMOCIONES Y HABILIDADES 2ᵈᵃ Edición